Lo conocía por fotografías, por alguna publicación también… y es que me habían hablado siempre muy bien
de esta obra: el Museo de Arte Romano de Mérida estaba entre mis intereses desde tiempos
ya estudiantiles. Lo había
intentado, tras muchos años, en agosto del 2011, aprovechando una parada
de viaje hacia Cádiz por la Ruta de la
Plata. No pudo ser, los horarios no siempre se ajustan a las necesidades del
viajero. Pero no se resistiría por mucho tiempo…
Casi un año
después, y dejando atrás la Feria
chiclanera de San Antonio, la visita era obligada en la vuelta hacia el norte:
Mérida y ese museo esperaban. Día de sol
a mediodía, calor de fin de primavera…
no había mejor lugar para estar por
esas tierras, que entre el frescor de
las paredes de piedra cerámica. Tras dejar el coche al buen recaudo de la
sombra, pregunté hacía donde debía dirigirme.
No me costó mucho encontrarlo.
Desde el
acercamiento primero, accediendo al
interior del edificio después, caí en
la cuenta de que el continente tendría tanta importancia como el contenido. Me dejé llevar por sus
recorridos, descendí curioso a la
penumbra de su fenomenal cripta. Al
ascender de nuevo a la planta principal, por fin me decidí a entrar a tan genuino
espacio. De escala colosal e impecable orden,
la luz y el color hacen de esta primera vez
algo inolvidable. Y es que a mi
memoria regresan, de repente, grandes
primeras veces arquitectónicas, entre
las que ya se encuentra esta obra plena de mérito: la Acrópolis ateniense cuando era muy pequeño, la nueva
cúpula del Reichstag varios años
después, esa que no está muy lejos de la
gran cubierta de acero del museo de Mies que años antes levantó. También el
Panteón romano mora en el recuerdo, sin olvidar jamás la genial e increíble ascensión hasta la cruz,
solo y sin nadie delante de mí, del cementerio
en Estocolmo del gran Gunnar Asplund. Y más. Son tantas y tantas cosas las que uno disfruta al viajar, que uno ya nunca puede parar…
De esta primera impresión emeritense, recuerdo bien la natural relación que se establece entre las
obras allí expuestas y la materia que la cobija: natural, a juego diría… cual
actores en escena hablando un mismo lenguaje. Disfruté como pocas veces de una visita tan
deseada. Observé, paseé y también escuché… y es que si hay algo que a uno le encanta, es
acoplarse a grupos de visita y sacar algunas cosas en claro. Y ya una vez solo
de nuevo, hubo algo que me llamó mucho la atención, algo que le daba a todo un toque más sublime aún,
algo que estaba presente pero que no había caído en la cuenta: algunos de los
ladrillos que todo lo llenaban, tenían alguna rotura e imperfección…
Esta tierra cocida fabricada a escala de la
mano, adquiere en este lugar una importancia primordial. Sencillo y
elegante, se alza al encuentro de una
luz que se introduce desde las alturas,
coloreando de tierra todo el espacio, despiezando en pequeñas partes los grandes planos de sus muros, arcos y
pilastras. La lógica estructural propia de la naturaleza del material es total. Un ocre terral que lo inunda todo, que bajo
el dominio de la luminosidad reinante,
da cuerpo a una atmósfera única:
dentro se está a gusto, dentro se está al abrigo… dentro se está genial. Y es
que este ladrillo, presente en todas las partes de la obra, provocó en mí esa duda curiosa, esa cuestión de gran interés para un observador
que ya se ha dejado llevar por todo lo
que le rodea: a veces piezas de
impecable factura, otras de un ladrillo imperfecto, herido, desgajado. ¿Sería
algo buscado por el arquitecto para unificar el contenedor y el contenido? Porque era esa la sensación que generaba en
mí. Porque esas roturas en la piel de
arcilla hacen perfecto juego con las obras
allí exhibidas, con esas esculturas rotas, con el material expuesto envejecido. Es tal la fusión que alcanza lo
nuevo y lo antiguo, que uno se queda
perplejo.
Seguí paseando por
el edificio, estudiando sus recorridos, disfrutando de las vistas desde las
pasarelas metálicas… y la duda seguía ahí, rondando en la cabeza, sin respuesta. En cuanto tuve oportunidad
en mi fin de visita, pregunté a una de
las encargadas el porqué de que algunos ladrillos estuvieran desgajados, unos
un poco rotos, y otros muchos no… a
juego perfecto, para mi manera de interpretarlo, con la obra antigua expuesta. Sonriente, agradecida por mi interés, ella me
contestó: “No se responderte, la verdad…
esos son cosas de vosotros, los arquitectos. Pero lo que si te puedo
decir es que el autor de la obra quiso que el ladrillo fuese a media cocción”.
Parece que la pregunta me delató, y es que acertó. Agradecí su respuesta y entablé
con ella una agradable conversación. Escuché atento muchas de las historias que
solo un trabajador que vive el día a día allí puede contar: es parte
importante de su mundo… y en esa ocasión
lo compartió conmigo.
Ya han pasado
muchos meses desde aquella experiencia.
Y ha sido de nuevo en Cádiz, y que sean
muchas más, donde ha renacido esta historia. Tras recibir de un amigo un correo electrónico a cerca de las actividades de la fundación
Príncipe de Asturias para este Octubre de 2012, todo volvió a empezar. Pues, oh mi sorpresa, esta vez a mi regreso
desde el sur no me encontraría con la
obra de Mérida, sino con su autor: Rafael Moneo daría una conferencia en
Asturias a la que, por supuesto, iba a acudir. Ante la alegría de poder tener
cerca a tan magnífico arquitecto, lo comenté con mis amigos gaditanos: les
hablé de la sensación que el museo me causó cuando lo visité, del buen rato que
allí pasé… de mi dilema con el
ladrillo. Les comenté esa duda en
relación con ese defecto que tan bien quedaba:
¿sería buscada o accidental? Ante esta situación, ante esa duda de textura, recibí en respuesta
algo que sería definitivo: “¿Y por qué no
le preguntas a él, ya que vas a ir a su conferencia?”
Este pasado martes
23 de Octubre, unos cuantos afortunados tuvimos la ocasión de acudir a escuchar
al maestro en Gijón. La conferencia,
basada en la argumentación de dos de sus proyectos más extremos en cuanto al
uso de los mismos, a muchos nos devolvió a la Escuela. Magnífica explicación, una
gran lección. Tras ella, y en un
ambiente de lo más agradable, fue inaugurada la exposición dedicada a parte de su obra en
el edificio anexo a la Colegiata de San Juan Bautista, en el Palacio de
Revilladiego, con un más que agradecer
vino español para amenizar el fin de la jornada. De entre todos los
presentes, Rafael Moneo era el invitado especial. Verle atender a todos los que
allí acudimos, a todos los que
celebrábamos tenerlo entre nosotros, fue una experiencia de lo más especial. Y
tenerlo tan cerca, tan a mano, me dejó en bandeja hacerle esa pregunta que
rondaba en mi cabeza desde el primer momento en que me la planteé, meses atrás,
en la emérita visita al museo. Posé mi
copa en la mesa y me dirigí a él. Tras esperar el momento oportuno, pues eran
muchos a los que recibía, me volví a plantar ante él, pues ya
antes me había presentado.
Sencillo y directo, le puse en antecedentes y le hice la pregunta: “¿fue buscado el relativo deterioro de
ciertos ladrillos en su obra del Museo de Mérida?”
En cuanto escuchó
la pregunta, capté entera su atención. Con cara entre un tanto
contrariada y perpleja, y siempre
con tono alegre y jovial, se acercó a mí
y empezó a explicarme como habían llegado esos ladrillos a esa obra. Nos
comentó, pues éramos más alrededor, que esos ladrillos se habían mandado hacer
en una fábrica sevillana, con moldes y medidas
especiales… y que, por lo visto, habían dado mal resultado. Algo escuché
a cerca de una futura rehabilitación, de que ese efecto es producto de un
inesperado comportamiento del ladrillo. Vamos, que las piezas utilizadas no era
las esperadas. Ante ello, le comenté mi percepción: que me encantaba como quedaba, que hacían un
perfecto juego con las piezas antiguas romanas. Que si no hacían mella en su
función estructural, y él nos comentó que no, que lo que había sucedido daba un resultado
genial. Y entonces recordé unas palabras
de Eduardo Chillida, donde este afirmaba que la obra de arte está viva, que
termina cuando hay un tercero que la interpreta, y que esa era, para mí, mi manera de entender esa faceta del
proyecto. Me sonrió de nuevo, esta vez más intenso y cercano, y se acercó agarrándome
fuerte el brazo: me dio las gracias más sinceras que jamás haya
recibido de un artista de semejante altura.
Hay un precioso
cuento taoísta que habla de la “mala
suerte, buena suerte… ¿quién sabe?”. Pienso que la Venus de Milo ya no
sería la misma con sus brazos en su lugar, así como que la Victoria de
Samotracia está estupenda sin cabeza. Y también creo que si a la torre
de Pisa la ponemos en su sitio, perdería toda su gracia. Y es que “las
cosas son como son , no como deberían de
ser” que decían y, por ello, creo
que el Museo de Arte Romano de Mérida está genial con esa piedra cerámica tan singular.
Yo seguiré pensando
que esas imperfecciones son parte de la obra, así la conocí… así quiero
recordarla. Y ya nunca olvidaré ese pequeño rato que pasé hablando con su
autor, respondiendo a esa pregunta que tantas veces me hice… disfrutando que,
en ocasiones, las cosas no salen como uno espera y, que si se miran con buenos
ojos, hasta uno las ve mejor. Y esto, al
menos, será el consuelo que le quedará al último eslabón en la cadena de una
obra de arte, ese que la interpreta.
Un fuerte abrazo,
maestro… es todo un privilegio y un placer tenerlo por estas tierras que son
suyas, que son de todos. Por artistas de
su altura, por la altura de su arte, merece la pena seguir luchando por hacer
buena arquitectura.
Va por usted, Rafael, ejemplo de buen hacer y trabajo.
Miguel Bretón Fernández
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